Premio Tarazona y el Moncayo: Ramón Barea – En el radical magisterio de la interpretación
Gracias, ingenioso don Ramón, por volver a éste, su festival, corriendo al galope de Rocinante, andando o a ‘pedales’ como lo hizo hace veinte años en la primera edición del certamen junto a su hermano Álex Angulo. El gran Álex siempre hablaba maravillas sobre don Ramón: el Barea, ese ser y señor único, de ceño y mirada aguda y sorprendida, cavilante, capaz de representar una multitud de arcanos, todos buenos, y de celebrar magisterio ante la fina línea de las tablas y sus retos, sin esperpento.
Pero claro, aunque se trata de un virtuoso actor del gesto, Barea también lo es declamando, y callando. Una voz la de don Ramón que tiene mirada y al revés, de verbo humanizante libre y sin ataduras. Un actor que construye desde la sinceridad el vehículo máximo para transmitir tramas y sentimientos y, con ellos, debates internos y emociones de calado.
Una honda y radical verdad que se afirma en las enseñanzas escénicas de Bertold Brecht, porque un teatro distinto se reveló honesto, diferente y viable a la vez, y con él, sus largometrajes y sus cortos también. Entre sus máximas, Ramón Barea teje con la butaca el difícil, valioso y a veces imposible hilo de la confianza, para con él poder dar la mano y adentrarnos en los misterios y las profundidades de la interpretación, esa que es escurridiza, tan desnuda como frágil, tan bella como poderosa.
Disfrutando de sus composiciones, con Ramón Barea asistimos a la magna sabiduría del actor, humilde y generoso ante cada protagonista y ante cada género cinematográfico o teatral al que se enfrenta. Es el aprendizaje eterno, obsequiando al espectador con lo que decía Sastre: ‘Dejemos las cosas en su sitio, no como estaban. Este es el oficio del Teatro”. Y por ende, llamémosle don Ramón o el oficio del interpretar, o la sapiencia de la que es maestro. Y que viva su juicio, don Ramón, caballero don Quijote.
Carlos Gurpegui